El cuento del Lobo Feroz


Hace mucho tiempo, un demonio eléctrico fue encerrado en el cuerpo de un lobo negro. De este modo, el lobo cambió, se convirtió en una bestia enorme, con  los ojos del color de la luna, y el pelaje de reflejos azules. 

Había quien aseguraba que era tan peligroso que, cuando te mordía, un rayo atravesaba tu cuerpo y te fulminaba. Por ello, lo encadenaron al final de un largo camino y, como guardián pusieron a un inocente niño, pues los niños nunca mienten, y así, la gente que llegara, podría confiar en la advertencia de peligro.
 Por si eso no funcionaba, escogieron al hermano pequeño del que antes era el lobo negro. Un lobito blanco, una cría todavía, para que todos se detuvieran ante su ternura, y lo colmaran de mimos hasta saciarse, y dar la vuelta, volviendo por donde habían llegado.


A pesar de todo, durante años, muchos fueron los forasteros que llegaban e ignoraban al niño, se cansaban del lobito y avanzaban.
Observaban con curiosidad a la bestia, pero siempre ansiaban más. Tanto que, al acercarse demasiado, acababan muertos. 
Otros, sin embargo, se aburrían de mirar y, al ver saciada su curiosidad, se iban.

Un día una muchacha llegó, y jugó con el niño durante horas pero, al darse cuenta del tiempo transcurrido, amablemente se despidió y continuó. Cuando vio al lobito blanco, sacó una hogaza de pan y un poco de queso que había llevado para merendar, y se los ofreció, guardando un poco para ella. Esta vez no se entretuvo tanto, ya que el níveo lobezno se quedó dormido entre caricias y abrazos. Con cuidado de no despertarle, emprendió de nuevo su camino, pues tenía muchas ganas de seguir con el paseo.

Llegó y encontró al lobo negro; fascinada, se quedó atónita mirándolo, le observó, presenció a mucha gente llegar, y huír despavorida, pero ella no tenía miedo.  
Muchas veces imaginaba que lo acariciaba pero nunca lo hacía porque sabía que no debía. Se conformaba con hablar con él sobre cualquier cosa, algunas de sus conversaciones duraban horas y horas. Puntualmente lograba rozarlo, incluso notaba que el lobo se sentaba junto a ella cuando hablaban y no había nadie cerca.

Día tras día hacía el recorrido para estar con la bestia, pues disfrutaba de su compañía, incluso pensó en intalarse. Cuando se lo comentó al lobo, éste hizo ademán de ocultar su alegría ante la idea, pero ella lo conocía bien, así que pronto construyó una cabaña donde resguardarse por las noches. La muchacha se sentía muy afortunada, pero temía que llegara la hora en que la bestia se cansara, y la matara, como le había visto hacerlo antes. 

Una tarde, mientras él descansaba, ella se fue al pueblo, para comprar comida y hacer unos recados. Cuando volvió se quedó horrorizada al encontrar sangre por todo el camino, y al niño temblando entre los matorrales. Tras intentar tranquilizarle, el niño le explicó: "El señor esta muy enfadado, ha atacado a su hermano, pero consiguió huir. Yo tuve que esconderme. Tengo miedo señorita, creo que acabara con el pueblo y con todas las gentes si nadie lo detiene".
Aturdida, corrió de vuelta al pueblo, indicándole al niño que cogiera las cosas y se escondiera en la cabaña.

Mientras corría, sentía su corazón desgarrarse, oía los gritos atronadores en el cielo, los rugidos y los lamentos ensordecían el bosque entero. Al escuchar el primer aullido, paró en seco, a punto de caer de rodillas presa del dolor y del pánico. En sus ojos se agolpaban las lágrimas. Un segundo aullido. No queda tiempo. Corrió cuanto pudo, como si fuera su propia vida la que estuviera en juego. 

Al llegar a la plaza central, no sabía que hacer sino que gritar, un grito que quedó ahogado en su garganta, hórrido como el espectáculo que estaba presenciando. Lo estaban matando. Se habían cebado con él, lo habían destrozado, su sangre, negra como la oscuridad más profunda, teñía el suelo. ¡Le estaban prendiendo fuego!

Ella no podía más que mirar a los hombres del pueblo, enfurecida, colérica, por hacerle eso a una criatura como aquella. ¿Cómo se atrevían? Quisó correr para unirse a él, para aullentar a los atacantes, apagar el fuego, y abrazarle, como siempre quiso hacer y nunca pudo. Pero no lo consiguió. Uno de ellos la agarró, y la llevó con él para "protegerla", mientras se quedaba paralizada. 

En ese momento, el demonio que escondía el lobo hizo acto de presencia. Se fundió con las llamas, atrapando toda su energía para hacerse más fuerte. Por primera vez ella sintió miedo, pudó notar la ira en los ojos de aquel monstruo, pues no podría definírsele con otra palabra.

Había despertado y estaba sediento de venganza. Y clavó su mirada en ella, pues era su objetivo. El muchacho que la había retenido, ahora intentaba protegerla con su propia vida, hasta que queda partido en dos. Entonces la nueva bestia arremetió contra ella, mientras ésta intentaba explicarse. Grita: "No te dejaré solo de nuevo, por favor, perdóname". Pero ya no había cabida para la piedad en él, y con sus garras la degolló, silenciando para siempre lo que consideraba mentiras y falsas promesas. Mientras lentamente muere, sus ojos se empañan. Él la mira, pero no con odio, ni con pena, sino con indiferencia, para luego marcharse.

La bestia dejó tras de sí la destrucción y la muerte. Y continuó con su objetivo, con su venganza. Pero lo que no comprende, es que jamás llenara el vacío. Una vez encontró un refugio en aquella muchacha, y ahora, solo de nuevo, y más desamparado que nunca, sentía el dolor más intenso que jamás había conocido. En sueños ella volvía, y le explicaba la verdad; enfurecido, él gruñía, pues sabía que la quería.


[...]









Colaboración entre chispas y aurea.